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martes, 4 de diciembre de 2012
jueves, 4 de octubre de 2012
GUÍA N° 7
GUIA DE PREGUNTAS SOBRE”EL CORAZÓN DELATOR” DE EDGAR ALAN POE
Lea atentamente el texto
“El corazón delator” de Edgar
Allan Poe y responda las preguntas que se le hacen a continuación en su
cuaderno:
1. Según la descripción que el protagonista hace de sí
mismo, ¿Qué nivel de autoestima tiene y en qué expresiones se puede observar
esto?
2. ¿Por qué el asesino siente tanto odio hacia su víctima?
3. ¿Por qué mata al anciano?
4. ¿Le parece a usted esa una razón suficiente para hacer lo
que hizo? Fundamente.
5. ¿Se puede afirmar que el protagonista de la historia está
loco? Fundamente con ejemplos del texto.
6. ¿Qué hace el asesino para deshacerse del cuerpo? ¿Cómo lo
oculta?
7. ¿Por qué la policía llega hasta la casa del asesino?
8. ¿Qué actitud asume el asesino al llegar la policía a la
casa? ¿Cómo los atiende?
9. ¿Con qué comparaba el asesino el latir del corazón del
viejo?
10. ¿Por qué la policía descubre el macabro crimen?
11. ¿Qué sentimiento asaltó al asesino y lo obligó a
confesar los hechos?
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso,
terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La
enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y
mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en
el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces?
Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento
mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la
cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no
perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo.
Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba.
Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un
buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí
se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo
a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los
locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran
podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión...
con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la
semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el
picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la
abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna
sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y
tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán
astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin
de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir
completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su
cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces,
cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna
cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la
linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un
solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete
largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo
cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo
quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día,
entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por
su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven
ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas
las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de
costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez
de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el
alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi
impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y
que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí
entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse
repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me
eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el
viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía
que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando
suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna,
cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el
lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora
entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a
tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho,
noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido
anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que
nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido
que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo
ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero
dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me
enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el
viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí
que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la
cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin
conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un
grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con
esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se
había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la
fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir
-aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de
la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia,
sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima
ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado,
con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de
la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a
enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y
con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver
nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto,
había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura
es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis
oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj
envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del
corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor
estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas
si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de
mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el
infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada
vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible.
¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho
que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de
aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror
incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí
inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que
aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún
vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando
un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo
clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al
suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil
que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió
latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría
escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había
muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto,
completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo
tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no
volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo
cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el
cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en
silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y
piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y
escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad
que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor
diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de
sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo...
¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la
madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían
las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con
toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente
como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un
alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir
este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes
para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los
oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una
pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a
los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran
bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré
sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo
de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros
que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi
perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el
cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían
convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y
hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al
cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan.
Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías
continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía
resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa
sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara...
hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de
mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando
con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba...
¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el
que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar
el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor
rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y
discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones;
pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a
otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me
enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer
yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre
la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido
sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más
alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era
posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban!
¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo
pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier
cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus
sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra
vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo
maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible
corazón!
jueves, 31 de mayo de 2012
martes, 15 de mayo de 2012
jueves, 10 de mayo de 2012
GUIA N° 1 “LA CONTINUIDAD DE LOS PARQUES” DE
JULIO CORTAZAR
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó
por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se
dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa
tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo
una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de
espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de
intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo
verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo
los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó
casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a
línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba
cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al
alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del
atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del
monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada
la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre
con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y
senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la
libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo
de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas
caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y
disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario
destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A
partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El
doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una
mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya,
atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta
él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva
del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y
no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños
del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las
palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en
la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. La luz de los
ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del
hombre en el sillón leyendo una novela.
1- ¿A qué
género pertenece este cuento?
2- En el
cuento se reconocen claramente dos “episodios” en tercera persona: el primero,
relata las acciones del protagonista al leer una novela. El segundo, relata un
fragmento de la novela que el protagonista está leyendo: ¿podrías explicitar
cuáles son?
3- Si bien
son dos episodios diferenciados, sufren una fusión, se confunde lo que lee el
protagonista con lo que le ocurre realmente: cita el fragmento donde quede
claro esto.
4- ¿Qué
objetivos persiguen los amantes? ¿Cómo lo identificaste? Citar fragmento.
5- En el
relato no se muestra el diálogo de los amantes, sino que todo queda sugerido:
crea el diálogo en que los amantes acuerdan hacer algo que el protagonista
debió haber leído en su novela.
6- Para
Cortázar existían sólo dos tipos de lectores. El primero de ellos, el
lector-hembra, lo describía como “el tipo que no quiere problemas sino
soluciones”, es decir, un lector que quiere todo resuelto en aquello que lee.
En el extremo opuesto de la misma cuerda, estaba el lector-cómplice, que
definía como aquel que “puede llegar a ser copartícipe y copadeciente de la
experiencia por la que pasa el novelista o el personaje en el mismo momento y
en la misma forma”, es decir, un lector activo, no un consumidor: ¿Qué tipo de
lector crees que requiere este cuento? ¿Por qué?
7- Elegir
algunos de los siguientes enunciados como tema del cuento (puede ser más de
uno) y justificar la elección:
a- El
triángulo amoroso.
b- La
comunicación entre dos mundos, lo que es vivir y lo que es leer.
c- Lo
fantástico en lo cotidiano y viceversa.
d- El
destino.
e- La muerte.
8- ¿Por qué
puede afirmarse que el cuento tiene una estructura circular? ¿Cómo se relaciona
esto con el título del cuento? Desarrollar.
9- ¿Qué
objeto de la casa del protagonista, presente también en la novela que lee, nos
da la pauta de que la ficción y la realidad se confunden? Citar las partes en
que se hace mención al objeto.
GUIA N° 2 “EL ESCUERZO” DE LEOPOLDO LUGONES
Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde
habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus
congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas.
Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así es que
el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras.
Como todos los muchachos criados en la vida semi-campestre de nuestras ciudades
de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba
situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar
la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles, para
que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me
era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi
víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja
criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y
ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer
estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver
acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube
empezado, la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el
despanzurrado animalejo.
–¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! –exclamó con
muestras de la mayor alegría–. En este mismo instante vamos a quemarlo.
–¿Quemarlo? –dije yo–; pero qué va a hacer, si ya está
muerto...
–¿No sabes que es un escuerzo –replicó en tono misterioso mi
interlocutora– y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién te mandó
matarlo! ¡Eso habías de sacar el fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo
que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.
Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas
astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo.
¡Un escuerzo! decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho
travieso; un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me
hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un
hombre de barba entera.
–¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía?
–interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta
años.
–De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado.
Julia sonrió.
–No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla...
–Será usted complacida, tanto más cuanto que tengo le
pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. Así, pues –proseguí–, mientras
se asaba mi fatídica pieza de caza, le vieja criada hilvanó su narración que es
como sigue:
Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo
único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda
población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando madera en el vecino
bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día
volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano,
vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que
en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no
le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha.
La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharlo,
pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del
animal.
–Has de saber –le dijo– que el escuerzo no perdona jamás al
que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no
descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto.
El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando
convencer a la pobre vieja de que aquello era una paparruchada buena para asustar
chicos molestos, pero indigna de preocupar a una persona de cierta reflexión.
Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del
animal.
Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante
delsitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de
aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir y él tuvo que decidirse a
acompañarla.
No era tan distante; unas seis cuadras a lo más. Fácilmente
dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las
astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció.
–¿No te lo dije? –exclamó ella echándose a llorar–; ya se ha
ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare!
–Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las
hormigas o lo comería algún zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia,
llorar por un sapo! Lo mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad
de los pastos es dañosa.
Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llorosa, él procurando
distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía
lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de su
obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro
minucioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho,
comieron en el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él
a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó que por
aquella noche siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera
que poseía y dormir allí.
La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba
chocha, la pobre, no había duda. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo
dormir, con aquel calor, dentro de una caja que seguramente estaría llena de
sabandijas!
Pero tales fueron las súplicas de la anciana que, como el
muchacho la quería tanto, decidió acceder a semejante capricho. La caja era
grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud
fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó
asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo
apenas hubiera la menor señal de peligro.
Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy
baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito
negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta que no se había
cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia.
Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas
traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse!
Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba
extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero, si no era más que
uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca
de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Mas el escuerzo dio
de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. Su intención era
manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia
miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño,
respirando acompasadamente.
Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la
tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al
pie de la caja. Rodeóla pausadamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de
súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa.
Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su
vida se había concentrado en sus ojos.
La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que
sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera
prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en
que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte.
Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma, saltó
a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse
entre las hierbas.
Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa.
Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal
modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo.
Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho
estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel
despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha.
1) Buscar en el diccionario las siguientes palabras:
batracomiomaquia
sucumbir
atrabiliario
benevolencia
despanzurrado
congéneres
2) ¿En qué persona está narrado el cuento? ¿Lo narra el niño
de la historia ya adulto u otra persona?
3) Menciona los principales personajes.
4) ¿Dónde se encontraba el narrador cuando relata la
historia?
5) ¿Quién es Antonia? ¿Por qué quería quemar al sapo?
6) Explicar el cuento con tus palabras.
7) ¿Cómo creen que hubiera terminado el cuento si el
muchacho hubiera quemado el sapo?
8) Inventar un final para el cuento partiendo del momento en
que Antonia abre la caja.
GUIA N° 3 “LA INTRUSA” DE PEDRO
ORGAMBIDE
Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces,
hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la
frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme.
Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina
de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel
carbónico.
El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González - me dijo el Gerente - lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera , la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.
El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González - me dijo el Gerente - lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera , la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.
1-
Al comenzar la lectura, ¿qué creyó usted? ¿De
qué o quién hablaba el protagonista?
2-
¿Qué elementos del texto hicieron que Ud.
pensara que se trataba de otra cosa?
3-
¿Cómo la describe ante el juez?
4-
¿Cuál es la problemática
socio-cultural-laboral que se plantea en el texto?
5-
¿Puede compararla con una situación real de un
trabajador actual? ¿Por qué?
6-
¿Qué le pareció este texto? ¿Le gustó o no?
¿Por qué?
GUIA N° 4 “EL FIN” DE JORGE
LUIS BORGES
Recabarren, tendido, entreabrió
los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un
rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y
desataba infinitamente…
Recobró poco a poco la
realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin
lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las
piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la
llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con
el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del
catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole
los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche
con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga
payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la
espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a
cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a
ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese
contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había
muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de
apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluimos apiadándonos
con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó
la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América.
Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y
pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos
aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con
los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que
no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda
jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el
último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el
horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa.
Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no
la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al
trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó
chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la
pulpería.
Sin alzar los ojos del
instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
—Ya sabía yo, señor, que
podía contar con usted.
El otro, con voz áspera,
replicó:
—Y yo con vos, moreno.
Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al
fin, el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando
a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin
apuro:
—Más de siete años pasé
yo sin ver a mis hijos.
Los encontré ese día y no quise
mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo
el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se
había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la
paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos
—declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras
cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió
la respuesta de negro:
—Hizo bien. Así no se
parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo
el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que
yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo
oyera, observó:
—Con el otoño se van
acortando los días.
—Con la luz que queda me
basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro
y le dijo como cansado:
—Dejá en paz la
guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a
la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en éste me vaya
tan mal como en el primero.
El otro contestó con
seriedad:
—En el primero no te fue
mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se alejaron un trecho de
las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la
luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó
las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero pedirle
antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su
maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
Acaso por primera vez en
su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se
entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay una hora de la tarde
en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice
infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una
música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó,
perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda,
que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a
precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía
laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con
lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era
nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado
a un hombre.
1-
El moreno es vencido en la célebre payada,
pero continúa en la pulpería como a la espera de "alguien". Ese "alguien",
¿a quién se refiere?
2-
Explique por qué el Fierro de Borges asegura:
“En el primero no te fue tan mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar
al segundo".
3-
¿Por qué
“El fin” invierte la situación planteada por Hernández y pone a Fierro
en el lugar del moreno vencido allí?
4-
Explique el título “El fin”.
5-
¿Por quién está narrada la primera parte del
texto?
GUIA N° 5 “BIOGRAFÍA DE
TADEO ISIDORO CRUZ” DE JORGE LUIS BORGES
I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats: The Winding
Stair.
El seis de
febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde
el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una
estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el
alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón,
el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó,
pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la
caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya
lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de
las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo
que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito
no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me
interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa
noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un
libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz
de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han
comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de
la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron
en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso
sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela
negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco
una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de
Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el
cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales.
Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose
al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun
del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones,
borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso,
junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no
había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo,
hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le
advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro
que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a
entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda;
malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los
dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de
sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal;
Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso,
participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a
veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue
uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida,
pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
En su oscura
y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el
Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de
campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el
pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo
era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la
noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre.
Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa
noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier
destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento:
el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro
de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de
Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no
sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo
en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los
últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo,
que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en
la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había
asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas;
el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía
cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio
sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue
ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no
se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en
una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil.
Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud
lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo
laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del
doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi
indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas
en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá;
Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El
criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la
crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me
veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios
de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su
cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un
destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva
adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió
su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él.
Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que
no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear
contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.
1-
El narrador dice “Mi propósito no es repetir
su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una
noche…”.
a-
¿A qué noche se refiere?
b-
¿Con quién se encuentra Cruz esa noche?
c-
¿Cambia el destino de Cruz? ¿Por qué?
Explíquelo.
2-
Explique el sentido del siguiente enunciado en
el cuento:
“Cualquier destino, por largo y complicado que
sea, consta en realidad de un solo momento en que el hombre sabe para siempre
quien es”.
a-
¿Qué comprende Cruz esa noche?
b-
¿Se encuentra cómodo siendo sargento de
policía? ¿Por qué?
c-
¿Con quién se identifica? Fundamente su
respuesta.
3-
Relea detenidamente el último párrafo del
relato:
a-
¿Qué hechos se narran? Lístelos.
b-
Explique con sus palabras el siguiente
enunciado: “Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario”,
haciendo hincapié en el sentido metafórico que tienen las expresiones “lobo” y
“perro gregario”.
4-
En este relato se completaría la historia del
sargento Cruz, personaje que aparece a partir del Canto X de la Primera Parte
de “Martín Fierro”.
a-
¿Qué detalles terminan de describir la figura
de Cruz?
b-
¿Qué hechos de su vida personal y familiar
completan su historia?
c-
¿Qué significa el epígrafe que inicia el
cuento? ¿Qué relación tiene con la historia relatada?
d-
“La aventura consta en un libro
insigne” dice el narrador, ¿a qué libro se refiere? ¿Por qué dice “libro
insigne”?
Guía de preguntas para Alfabetización Académica
GUÍA N° 6
LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS
Jorge Luis Borges
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja alguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaldes y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: <<¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso.>>
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.
1- ¿Qué tipo de narrador tiene el relato?
2- ¿Con qué fábula la podrías relacionar? ¿Cuál sería la moraleja? Fundamente.
3- ¿Qué motivos tuvo para mandar a construir su laberinto?
4- ¿Cuál es el tema que se desarrolla?
5- ¿Cuál es el papel de Dios (Alá) en este cuento?
6- ¿Qué opinas de las acciones crueles del rey de Arabia? ¿Son justificadas desde el punto de vista del narrador? ¿Por qué?
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